EL PAÍS entra en el nuevo museo decimonónico, que abrirá sus puertas después de nueve años de reformas . Por Rafael Fraguas
Tras nueve años cerrado a canto y lodo, en apenas unos días será posible en Madrid visitar un palacete lleno de encanto y sentarse después de recorrerlo en un sofá reluciente situado frente a una chimenea francesa. Y en un salón de paredes enteladas con tersos rasos, paladear suavemente un té para contemplar, mientras tanto, un magnolio centenario en el jardín recoleto de un céntrico, veterano y confortable caserón. El aroma de toda una época, la misma que impregnara la entraña más creativa del siglo XIX, permanece allí encapsulado en 26 magníficas salas, ahora reformadas y pulidas como jaspes. Ese aroma está listo para ser aspirado con delectación por los futuros visitantes del Museo Nacional del Romanticismo, heredero del Museo Romántico, que reabre al público sus puertas en la calle de San Mateo 13 el 3 de diciembre, a tres euros la entrada.
Ha permanecido cerrado a las visitas durante casi una década. Una reforma de siete millones de euros lo ha puesto a punto, en aplicación de un plan museológico ideado, ya en el año 2000, por Begoña Torres, historiadora del Arte, arqueóloga y directora de este centro madrileño cuya reapertura va a permitir a la ciudad reencontrarse con uno de los fragmentos más bellos, apasionados y cosmopolitas de su pasado.
`La idea central de la reforma ha consistido en renovar el museo ampliando su ámbito expresivo desde el meramente literario hasta el histórico, político, artístico y decorativo, para dar una visión de conjunto de tan rica etapa de la vida española´, explica Begoña Torres, que ha contado con el arquitecto Ginés Sánchez Hevia como responsable de la decoración, la iluminación y el ornato con propuestas que resuelven de modo elegante el abigarramiento de objetos propio de las casas de la época.
El Romanticismo, corriente ideológica noreuropea con hondo anclaje literario y que por primera vez en la historia confirió el protagonismo a la juventud, arraigó con fuerza en España y sembró Madrid de su espíritu transgresor y atribulado. El mismo que caracterizara al precursor del movimiento, el periodista y escritor emblema de su tiempo Mariano José de Larra, cuyo par de pistolines cachorros, uno de los cuales le causó la muerte, el museo exhibe con devoción en una sala a él dedicada.
Según Santiago Palomero, subdirector de Museos del Ministerio de Cultura, `la reforma acometida ha consistido en reubicar los ricos ajuares que el museo almacena con un relato riguroso y científico´, que se expresa en una nueva circulación interior más descriptiva de la que le atribuyó su fundador, el marqués de Vega Inclán.
Este emprendedor prócer, signado por la audacia y considerado pionero del turismo en España, decidió en 1920 recrear el universo romántico en el viejo palacio del marqués de Matallana. Se trata de un caserón edificado en 1776, cuya traza se debió al arquitecto Manuel Martín Rodríguez. De planta noble y dos alturas, con nueve ventanales y un amplio portón para carruajes adintelado con piedra, el visitante se adentra por él hacia un zaguán donde una escalera de majestuoso tempo le conduce a las salas de la morada, que reciben al visitante con la figura esculpida y pintada de Isabel II, la mujer que vertebra el relato e impregna buena parte de la iconografía del museo. Salones enfilados adentran la mirada al interior de sus estancias, que van descubriendo entelados en tonos dorados, rosas y verdes, revestidos de suntuosos lienzos de Francisco de Goya, o retratos de Federico de Madrazo y Vicente López, espejos de la burguesía romántica; obras de Valeriano Bécquer, con su cálido costumbrismo; pinturas de Leonardo Alenza o Antonio Esquivel, que reflejan la otra cara del Madrid de entonces, con sus escenarios sórdidos de jóvenes tísicos o suicidas inmolados por el ideal romántico.
En una de las antesalas que preludian el magnífico salón de baile luce el piano Pleyel de la reina Isabel, que dialoga con un pianoforte y otro de los denominados de jirafa en gabinetes cercanos; la sala de billar se ve jalonada por una galería de retratos femeninos que describe la evolución de los peinados de la época; el masculino fumoir, cuajado de ornamentación orientalista; un coqueto boudoir femenino; un comedor de magnífica vajilla; el dormitorio de los moradores del palacio con dosel y mullidos almohadones; el cuarto de los niños repleto de muñecas, hoy morbosas a nuestra mirada... Todo lo expuesto reconstruye fielmente aquella atmósfera llena de carácter y viveza, que invita a recrearse en su evocación saboreando una taza de té, frente a la chimenea, al amor de la lectura de un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, ante un ventanal con cortinas damasco azul oscuro...
Fuente: elpais.com
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